Hace años que los populismos llegaron -como sólo ellos pueden llegar- con grandilocuencia y celebraciones multitudinarias, en nombre de la verdad y del pueblo. Ofrecieron el cielo en la tierra con una visión simplista del mundo: los buenos contra los malos, el pueblo contra el no pueblo. Se colaron exitosamente a través de una fisura en las democracias contemporáneas horadada, eso sí, a pulso por gobernantes que no pudieron o no quisieron traducir la democracia en bienes sociales tangibles para los gobernados. El desencanto, la decepción y el hartazgo fueron los veloces corceles que montaron los populistas para ganar con las reglas de la democracia aunque luego procedieran a desmontarla. Karl Popper diría: “se los advertí”, esa es la paradoja de la democracia, es tan noble que puede permitir que los tiranos puedan ser electos con sus reglas para después arruinarla.
Los populismos arribaron a muchos gobiernos en la mayoría de los continentes como si se tratara de una oleada sincrónica en el tiempo. Llegaron justo cuando las democracias liberales estaban en el punto más bajo de la curva de su prestigio mundial, en el momento en que se acumulaban en las mesas de los gabinetes gubernamentales tanto los reclamos por el fallo en los relatos de prosperidad y progreso como la basura obscena de reiterados actos deshonestos. Llegaron como el falso mesías anunciando la redención, la justicia final, la grandeza nacional, la pureza de la moralidad y el éxtasis de la verdad alcanzada. Y muchos electores los han seguido entusiasmados, dispuestos incluso a claudicar a las pequeñas libertades de la democracia, pues frente a la verdad absoluta esas libertades les parecen relativas.
Y aunque no fue el primero en llegar, el populismo estadounidense alentó la tendencia mundial y el poder de los ya establecidos gracias al poder e influencia de su economía. No era para menos. Tener como referente al gobierno de la economía más poderosa del planeta no es cualquier cosa. La victoria de Trump en el 2016 fue la cima política de la oleada populista. ¿Qué mejor foro global que la mismísima Casa Blanca?
Pero a estas alturas los populismos necesitan oxigeno. Su relato maniqueo traducido en programa de gobierno ha demostrado limitaciones fatales: han debilitado la gobernabilidad acicateando peligrosamente la confrontación y el odio; han profundizado las distancias económicas a pesar del discurso; han mermado las instituciones por la ineficacia construida desde el simplismo, la calumnia y la mentira recurrente; han pisoteado como rutina las pequeñas libertades de la democracia como la libertad de prensa y los derechos humanos; y no han tenido escrúpulo en hacer gala de opacidad, tampoco en atacar la división y autonomía de poderes para imponer vasallaje y subordinación, o en anular la separación de la iglesia y el Estado. Todo en nombre de la verdad absoluta, la verdad del pueblo.
Ahora los ojos de los populistas están puestos en las elecciones de Estados Unidos. Saben que del rumbo que estas tomen dependerá en gran medida su destino. El oxigeno que muchas de ellas necesitan es vital de cara al desgaste que han acumulado en años o décadas de gobierno y de malos resultados. El triunfo de Trump será su propia victoria, lo entenderán como el refrendo que del populismo hace una sociedad poderosa. Si ocurriera lo contrario, en lo sucesivo les faltaría ese oxigeno y su debilitamiento podría acelerarse por la vía de derrotas electorales propias o por la descomposición del autoritarismo al que suelen ser adictos.
Desde la India con Narendra Modi, pasando por Turquía con Recep Tayyip Erdogan, hasta el Brasil de Jair Bolsonaro y el México de López Obrador, el populismo espera con ansiedad la suerte del más caro e insigne de sus representantes. Los populismos, como gobierno, comienzan a padecer de hipoxia, y ya están dando muestras de desgaste y descrédito, por eso el triunfo de Trump les aportaría el respiro que necesitan. Que aunque no compartan sus creencias y hábitos políticos a través de un movimiento internacional organizado, se saben hermanados por las circunstancias económicas, políticas y sociales de las cuales emergieron: la crisis de la democracia liberal.
Por su parte los demócratas liberales, en el caso de la victoria de Joe Biden, tendrán que reconocer seriamente a nivel global las razones de su crisis y replantearse nuevas rutas si es que desean cerrar las grietas por las cuales se colaron con tanto furor los populistas. El populismo, este ambiguo coctel de prácticas y creencias, que resulta una de las amenazas más serías para la democracia, estará siempre al acecho a través políticos que saben vender la simplificación redentora como opción política. La recomposición de las democracias liberales, sin embargo, no será cosa fácil si no hay cambios sustanciales en la cultura y en la práctica política. Una debilidad que, habrá que decirlo, también forma parte del bagaje de los populistas.