La buena voluntad no basta para que se pueda detener la destrucción de la naturaleza. No bastan los acuerdos internacionales que reconocen la gravedad del calentamiento global, como tampoco son suficientes los acuerdos hemisféricos que alertan sobre los problemas ambientales que encaran los países. Tampoco bastan los grandilocuentes discursos que políticos y gobernantes pronuncian para convencer electores arropándose con la bondad de la agenda ambiental.
Hemos llegando a un punto en que la agenda ambiental se encuentra estancada y ciertamente en retroceso en muchos lugares del mundo. Los gobiernos de países poderosos como Estados Unidos y otros más están cuestionando, conceptual y prácticamente, los saberes y acuerdos que le han permitido a la comunidad internacional llegar a consensos básicos en torno a la importancia y cuidado de los ecosistemas del planeta.
No sólo se continua estimulando el uso de energías fósiles: petróleo y carbón, causantes del cambio climático, también se sigue apoyando el crecimiento de negocios que implican la destrucción de selvas y bosques para la extracción de maderas y para usar los suelos en cultivos de gran valor comercial, o la autorización de explotaciones mineras que tendrán impactos negativos sobre ecosistemas y la vida humana.
Si bien es cierto que un segmento importante de gobernantes del mundo, entre los que destacan en nuestro continente Estados Unidos, Brasil y México, han dado marcha atrás a los compromisos ambientalistas y con ello poner en entredicho los consensos globales sobre el cuidado del planeta, no es menos real y preocupante que el discurso de los políticos y gobernantes en pro del medio ambiente sigue estando aún muy distante de acciones prácticas que frenen la destrucción.
En el fondo de esta problemática se encuentra el carácter irreconciliable de dos agendas que chocan frontalmente. Por un lado la agenda económica, que sustentada en el paradigma antropocéntrico de que el planeta está para ser apropiado y explotado para abastecer los mercados globales, y por otro, la agenda del planeta natural, que puede ser la agenda ambiental de las conciencias más avanzadas, que se soporta en el paradigma de que el planeta no está ahí para ser tragado por la humanidad, que está ahí a pesar de nosotros y que su dinámica es vital para la existencia de todos los seres vivos.
Tal y como existen ambas agendas son irreconciliables. Y sin embargo, la única agenda que puede y debe modificarse es la económica, la que depende de nosotros, la que fue construida a la medida de las ambiciones humanas. La otra, seguirá su ruta dándonos respuestas brutales a la intervención errada de nuestros sistemas productivos.
Que este choque es frontal se constata localmente en asuntos como la política energética del gobierno de la república que privilegia el uso de energías fósiles o que favorece los intereses de empresas de agroquímicos, que termina reventado al propio titular de la Semarnat. Por igual se mira en el crecimiento imparable de huertas aguacateras que literalmente están devorando los bosques michoacanos, o de frutillas que se llevan el agua de las poblaciones, y ante los cuales existe una ausencia calculada de la federación, gobierno estatal y municipios.
Es decir, ante el dilema economía insostenible – medio ambiente, estamos siendo testigos de la preferencia abrumadora del Estado por la ruta de siempre: la insostenibilidad. Y esto sigue ocurriendo en todo el mundo. Incluso, no es para nada extraño que políticos y funcionarios sean beneficiarios de esta manera de hacer negocios. Algunos porque son prósperos empresarios del ramo y otros porque reciben pingües recursos de estos para apuntalar sus carreras políticas.
En el caso de México, nuestro gobierno federal tuvo en sus manos la oportunidad de un rediseño pro ambientalista e iniciar el tránsito hacia procesos productivos amigables con la naturaleza pero claudicó, decidió a partir de criterios ideológicos trasnochados, optar por fortalecer la economía al modo de la era de la Revolución Industrial.
El choque frontal de ambas agendas debe atenderse con urgencia desde los gobiernos locales y el gobierno mundial de tal manera que se diseñen y consensen opciones productivas y de consumo globales, que despojadas del antropocentrismo suicida, se transite a un paradigma que asegure la vida del planeta y la permanencia de la especie humana. Nadie, ni gobiernos ni ciudadanos, debemos esperar un momento epifánico para actuar, la responsabilidad que tenemos sobre el mundo natural es tal que de ella depende el presente y el futuro de la civilización.