Candidatos vemos… gobernantes no sabemos

La condición humana es en extremo frágil y por ello veleidosa cuando es tocada por el poder, sea del tipo que sea. Aunque no quiere decir que todos sucumban a tal tentación, los pocos que no se rinden a ese influjo perdedor son en verdad garbanzos de a libra. En toda elección democrática siempre habrá una sufriente preocupación ciudadana: ¿seguirá el electo el sendero de la racionalidad, la prudencia, el apego a la ley, el respeto a los diferentes o actuará bajo los dictados de la embriaguez del poder atropellando instituciones y los valores positivos que ha construido la sociedad?

Quienes estudian la personalidad humana deberían advertir a los interesados y a la sociedad sobre los riesgos del poder para la salud mental. Es más, debería existir legalmente en las democracias contemporáneas diagnósticos y dictámenes sobre la condición personal de quienes aspiran a cualquier representación pública para ahorrarle a miles o a millones la decepción de sufrir gobernantes trastornados que arruinan el porvenir de las naciones.

Cuando en diciembre 1914 las fuerzas de la Convención tomaron la ciudad de México y Francisco Villa y Emiliano Zapata ingresaron a palacio Nacional uno de los asuntos que entre la tropa se discutía era que en caso de encontrar la silla presidencial qué deberían hacer con ella. Alguno dijo que la silla estaba embrujada porque quienes en ella se sentaban se transformaban para mal de los mexicanos y otro más sentenció que debería ser quemada en el acto. Aquella visión animista de la política culpaba a la silla, como símbolo, de ser la causa de los males del país. En otros momentos y circunstancias se ha buscado destruir otros símbolos del poder político, económico y hasta religioso como medio para conjurar los males padecidos.

Sin poner en duda la importancia de los símbolos del poder habrá que reconocer que estos solo lo son en la medida en que logran representar el interés de un ejercicio de poder determinado. De poco o nada valdría quemar o exorcizar la silla presidencial, por ejemplo. Sin embargo, más allá de cada símbolo está la personalidad del individuo que decide los usos del poder. Y es ahí donde los ciudadanos tenemos que poner la atención, en las patologías de quienes pretenden el poder.

En una democracia como la nuestra ─a la mexicana─ el poder siempre entenderá la autocrítica como un acto de debilidad y claudicación y la crítica externa como hostilidad declarada. Y es que los electores solemos elegir en función de imaginarios no siempre democráticos, el caudillismo y el mesianismo son tentaciones que se nos atraviesan en las urnas. Así que terminamos eligiendo patologías que se rinden al poder ilimitado, tiránico.

La afirmación de que para la república es esencial el apego al gobierno de las leyes antes que al de los hombres, es un principio que aún no termina de imponerse como costumbre política. Desde el México independiente la tensión entre el gobierno de los caudillos militares y civiles y el gobierno de las instituciones y las leyes vaga errante de un lado a otro. El propio Juárez, uno de los pilares de la república, llegó a decir que “para los amigos justicia y gracia, para los enemigos, la ley a secas”, cuando lo congruente sería, para toda la ley nada más.

A pesar de que no tenemos ─ni es probable que tengamos─ información especializada sobre las patologías de los que hoy son candidatos para los miles de puestos de elección popular, los electores debemos estar atentos a los comportamientos presentes y pasados de los aspirantes, no sólo los que se muestran en la propaganda sino aquellos que aportan sus trayectorias desde la vida privada. Con esa información podemos anticiparnos para evitar que ejerzan el poder tirano, dictadores, mentirosos e ineptos, disfrazados de demócratas que terminan por echar a perder los asuntos públicos.  Es decir, para no elegir las patologías que configurarán a nuestros próximos verdugos creyendo que elegimos representantes.