Cerro del Águila y la costumbre de la impunidad

La importancia ecosistémica que tiene el cerro del Águila para los morelianos es incuestionable. Se estima que el 32 % de los habitantes de la ciudad se benefician con las infiltraciones acuíferas que se generan en él y arriban hasta los manantiales de la Mintzita.

Hasta hace algunos años el cerro del Águila estaba bastante lejano de la percepción de los morelianos. Es decir, lejano en el sentido de que sus servicios ecosistémicos pasaban desapercibidos y que el proceso de deforestación y cambio de uso de suelo, además del crecimiento demográfico, no habían rebasado ciertos umbrales.

El proceso de desaparición de bosques, causado por el crecimiento de actividades agropecuarias extensivas y el crecimiento de las ciudades a través de nuevos fraccionamientos, ha roto los equilibrios existentes hasta la década de los 70 del siglo pasado y modificado la percepción.

En este sentido la antigua percepción difusa frente a ambos sistemas: el cerro del Águila y la cuenca del Río Chiquito. Sabemos que ambos entornos ecológicos son vitales para los morelianos que a diario tienen que acceder al agua, además de ser imprescindibles para procesar los residuos ambientales de la actividad industrial y vehicular. Esta es una realidad que ahora se encara como crisis ambiental.

Esta crisis por la extinción de bosques y aguas está llegando ya a la mayoría de las ciudades y poblados de Michoacán. Problemas semejantes se están viviendo en Uruapan, Zamora, Zitácuaro, Zacapu y otras poblaciones que hasta hace una década eran ajenas a esta realidad.

La decisión gubernamental para decretar la protección del cerro del Águila cobra sentido en este contexto. La rapidez con la que se está haciendo cambio de uso de suelo, luego de generarse de manera intencionada incendios recurrentes, talas y arrasamiento de la cubierta vegetal, representa un riesgo elevado para la subsistencia de la ciudad.

La reducción de la infiltración de aguas y la disminución de caudales de ríos y arroyos en la cuenca del Río Chiquito y del cerro del Águila ―monitoreados con mediciones a la baja― están haciendo sonar las alarmas en las instituciones ambientales gubernamentales y en las ciudadanas. La alarma es un llamado a tomar medidas urgentes para mitigar afectaciones, restaurar y proteger ecosistemas con el propósito de evitar una catástrofe ambiental y de quebranto de la gobernabilidad.  

En el origen de estas alarmas está el fracaso experimentado por las políticas ambientales de las últimas décadas. Quiere decir que han sido ineficaces e insuficientes para frenar la degradación ambiental y que fueron rebasadas por el poder económico y político de un sector aguacatero depredador, ecocida, acostumbrado a la impunidad y a salirse siempre con la suya.

Por eso, no debió sorprender a nadie que el día en que se dio a conocer el decreto para proteger al cerro del Águila hiciera presencia un reducido grupo de supuestos aguacateros, bastante beligerantes, quienes alegaron “su derecho para hacer cambio de uso de suelo y plantar aguacate”, así, con todo el descaro y altanería.

No es la primera vez que ocurre algo semejante. Durante el sexenio pasado ante la actuación de las instituciones ambientales para desmontar huertas ilegales ―conforme a una legislación ahora revocada en lo oscurito― este segmento de aguacateros ordenaba a sus empleados a formar grupos de choque para impedir el derribo y continuar con el delito.

El estilo feudal de estos patrones aguacateros, que viola los derechos laborales y humanos de sus trabajadores al imponerles tareas violatorias de la ley, y que en pleno siglo XXI siguen creyendo que son dueños de almas y voluntades, también debería ser revisado en el marco del proceso regulatorio del Tmec. Es indignante que se exporte aguacate basándose en relaciones laborales feudales.

Es decir, se acostumbraron a obtener impunidad por la vía de la violencia, el poder corruptor de su dinero y financiando campañas políticas. Y eso fue lo que ocurrió el día en que se anunció en público el decreto para proteger el cerro del Águila.

El grupo beligerante, constituido por mayordomos y peones enviados por sus empleadores, los que siempre se han escondido atrás de prestanombres o políticos, pidieron impunidad y “respeto” para seguir talando y cambiando el uso del suelo.

Se presentaron como delincuentes ambientales confesos. La autoridad debió haber procedido con apego a sus facultades y detenerlos para ser procesados por los delitos que ellos mismos aceptaron estar cometiendo en el cerro del Águila.

La protección ecológica de la cuenca del Río Chiquito ―como también ya se ha solicitado― y la ya decretada para el cerro del Águila, son esenciales en diferentes dimensiones: como valor ecológico en sí mismo, como congruencia frente a los derechos humanos, y como esenciales para la vida de los morelianos y los pueblos que de estos ecosistemas obtienen beneficios vitales.