Vivimos al día, negando la realidad. La cultura moderna, dominada en gran medida por el delirio consumista —impuesto por la dinámica de los mercados—, no incluye entre sus valores el imperativo de la reflexión. Miramos al mundo desde un filtro engañoso de autoelogio.
La toma de conciencia sobre el futuro del planeta y el destino de la humanidad es incómoda para las multitudes que creen como verdad absoluta que la tierra es inmune a la presencia humana; que es una fuente inagotable de bienes aprovechables para el consumo y el deleite.
El antropocentrismo —la mirada narcisista de nuestra especie—, que en esencia nos ha hecho creer que el mundo depende de nosotros y que está ahí para nuestro uso, sigue ganando la batalla en la conciencia de las personas hasta que la realidad lo quiebre.
Y está tan consolidado en la clase política que gobierna a las naciones del mundo que desde su abulia siguen ignorando las advertencias que la ciencia viene haciendo desde hace décadas sobre el deterioro planetario y los riesgos sobre la sobrevivencia de la especie humana.
Las convenciones internacionales, los foros mundiales, los compromisos globales, sobre el medio ambiente y el cambio climático, parecen ser más pasarelas de la corrección política en las que desfilan los gobernantes, que oportunidades para asumir compromisos prácticos para frenar y prevenir la degradación de los hábitats que nos permiten subsistir.
La celebración del Día Internacional contra el Cambio Climático, que se celebra este 24 de octubre, se hace en condiciones lamentables para el planeta y la humanidad. El balance de los compromisos mundiales para revertir la temperatura global, origen del incremento del nivel de los mares, el deshielo del ártico, y el aumento de los eventos climáticos extremos, arroja resultados desalentadores.
Las naciones continúan con el uso de combustible fósiles, causa principal del efecto invernadero, caminando con lentitud pasmosa hacia la transición de energías limpias; la devastación de selvas tropicales y bosques no se detiene y los capitales siguen teniendo incentivos de inmunidad legal para la extracción de maderas, la expansión de monocultivos industriales y el acaparamiento de aguas; se sigue tolerando el uso de agroquímicos dañinos para plantas y animales, empobreciendo la calidad ambiental y de los suelos.
El incremento en el año 2022 de la cantidad de pobladores desplazados por razones climáticas o afectados por fenómenos extremos es ya un fenómeno generalizado que consume recursos enormes de fondos públicos y ocasiona severas afectaciones morales a las víctimas.
El cambio climático como uno más de los jinetes del apocalipsis trota por todos los continentes del planeta mientras que la mayor parte de la humanidad quiere creer que la tragedia está lejana porque somos el centro que todo lo puede; mientras que los gobernantes administran la procrastinación política en aras de sus proyectos electorales y las organizaciones mundiales realizan foros y convenciones para escribir la crónica de lo que no debía ser.
Estamos viviendo en una paradoja. Por un lado, desearíamos que el clima fuera tal que garantizara la sobrevivencia de la especie humana, pero por otro los valores de la civilización son un motor de reiterada destrucción de las condiciones climáticas. De un lado está el crecimiento demográfico, consumista y hedonista, demandante de recursos que da la naturaleza y del otro, una naturaleza finita y cada vez más menguada incapaz de dar lo que se le pide.
Contener y revertir el cambio climático, al paso de los meses y los años, se ha convertido en una tarea difícil, que como suele ocurrir, solo podrá abordarse con pasión cuando sus consecuencias alcancen a la mayoría de la población mundial y se aprecie con crudeza que la economía, la salud, la gobernabilidad y la vida misma dependen directamente de él. Cuando llegue ese momento, sin embargo, es probable que sea demasiado tarde.