La sucesión presidencial está en marcha. La hora de someter al análisis crítico, juicioso, el desempeño del gobierno es imprescindible. Es la hora de la ciudadanía que, mirando en los años recorridos, los resultados y los rezagos, los aciertos y las pifias, las glorias y los fracasos, las páginas luminosas y las profundas sombras ―en caso de que todo eso hubiera―, deberá emitir su valoración con autonomía y alejada de cualquier subordinación, vasallaje o fundamentalismo ideológico.
En estos días las narrativas ideológicas circularán hacendosas o rebeldes pero profusas, justificando o dinamitando verdades o falsedades sobre la realidad porque la cuestión de fondo es ni más ni menos que la realidad a secas, y cómo mirarla, si desnuda o con ropajes y oropel.
Si focalizamos la mirada en el horizonte presente identificaremos una realidad sin más, expresada en la agenda sentida por la sociedad, de la que se deberían desprender juicios que identifiquen las causas de su estado, su posposición o de su ineficiente abordaje. Ha sido un abordaje que no se realizó como se esperaba o se hizo apenitas, y eso ni duda cabe, así pasa en todos los gobiernos.
La agenda crepitante que motivó el quiebre de la partidocracia en 2018, constituida por el cauce cívico abierto desde los noventa, sigue ahí con la misma intensidad o incluso agudizada en expresiones entonces no imaginadas. Se pretendía la innovación de la democracia de la vida nacional y sin embargo se avanzó hacia el autoritarismo, el centralismo, la no rendición de cuentas, el debilitamiento de los poderes y órganos de contrapeso; regresamos a los peores momentos del echeverrismo setentero con un ingrediente nuevo, de alto riesgo, la militarización de la vida nacional.
La inseguridad doliente en millones de mexicanos, que colmó la conciencia colectiva de finales de la década anterior, acrisoló la determinación de mandar al demonio la política y los políticos que la habían consentido y prohijado, sólo para reencontrarse con una versión más descarada, cínica y desbordada que ha duplicado el pesar de millones.
Se tuvo la certeza de que los sistemas de salud y educación mejorarían, que en los afanes de un nuevo esfuerzo de buena fe y eficacia al fin llegarían al resto de los millones que desde la marginalidad apenas alcanzaban migajas. Nunca llegaron, empeoraron, se eliminaron programas sin evaluar su funcionalidad. Hoy la educación y la salud languidecen sin el presupuesto necesario y sin una dirección eficiente y eficaz.
También en esa agenda crepitante se distinguía la cuestión medio ambiental. Era evidente la caída anual en los últimos años de la década pasada del presupuesto dedicado a realizar los mandatos de la legislación ambiental. Se acusó al “neoliberalismo” de estar atrás de los cortes brutales que negaban la progresividad de este; se indicaba con argumentos sólidos la importancia de una vigorosa agenda que reorientara los caminos de la economía por la ruta de la sostenibilidad, respetando bosques, aguas, selvas, tierras, etc., y aquel optimismo contribuyó a llenar las urnas y al final se fracturó.
No pasó mucho tiempo que, a los ojos de todos, se cercenara de manera grosera el presupuesto de las instituciones responsables de hacer valer el derecho humano de todos los mexicanos a un medio ambiente sano. Las instituciones quedaron mutiladas de pies y manos, sin capacidades operativas para contener, por ejemplo, el avance brutal del cambio de uso de suelo en Michoacán, o ridiculizadas al imponerles proyectos ecocidas como el Tren Maya o Dos Bocas, sin la obligación de los estudios de Impacto Ambiental. El “neoliberalismo” cuestionado fue superado entonces.
El debate nacional que se deberá abrir sobre esta agenda deberá entrar al fondo de estos problemas de manera realista, muy viva y argumentada, más allá de maniqueísmos, salvacionismos o mesianismos ideológicos. Y es que nos ocurrió lo inesperado, tanto en materia de salud, como de educación y medio ambiente ―por mencionar tres casos― ha resultado que los adjetivados gobiernos “neoliberales” dedicaron más recursos y obtuvieron mejores resultados que los portadores de la transformación. Basta una leve zambullida en los PEF (Presupuesto de Egresos de la Federación) de los últimos cinco años y en los datos del Inegi y el Coneval sobre pobreza para verificarlo.
La evaluación de las prendas mayores de lo que fue el sexenio que termina se ilustra con realidades verdaderas, no alternas: Segalmex, en el combate a la corrupción; los resultados de la prueba Pisa para la educación de excelencia; la militarización para la república civilista; la tragedia del pueblo de Texcaltitlán para la estrategia de “abrazos y no balazos”; “no cambiarle ni una coma” a las iniciativas para la división de poderes; la “mañanera” como el espacio, cerrado y unidireccional, que no circular, como único espacio para la acción presidencial; los cientos de miles de muertos en la pandemia de Covid 19 y la carencia de medicinas para la salud estilo Dinamarca; el humanismo presidencial en el abandono por la tormenta “Otis” de los guerrerenses y el trato a los inmigrantes; el Tren Maya y Dos Bocas como guía distópica de la política ambiental, y un prolongado etcétera.
Las ideas de continuidad y ruptura serán clave en la toma de conciencia de la sociedad frente al poder y en la constitución del imaginario social para el futuro inmediato de la nación. El electorado que cimbró a México en el 2018 tiene frente a sí razones para valorar y decidir, al costo que ya viven e imaginan, la continuidad o la ruptura.
Diseccionar la continuidad que se ofrece habrá de suponer el análisis de la narrativa discursiva del oficialismo, desmaquillando la desnudez de un proyecto que se ha quedado muy pequeño y que ha huido de la realidad. Es clave entender que el exceso de ideología termina anulando la realidad. Por eso la crítica a la continuidad debe hacerse sin despegarse un milímetro de la cruenta realidad.
Diseccionar la ruptura que se ofrece supone la aventura para confiar en los vientos de un pasado cuestionable, quién sabe qué tanto más que el presente; abandonar la certeza de un Estado de bienestar dispendioso, manirroto, que sostiene a amplios grupos sociales en la órbita del clientelismo. Supone abandonar el piso fantástico o prometedor de una ideología que redime y limpia de todo pecado al demonio más oscuro.
El ciudadano libre tiene la responsabilidad de saldar cuentas con sus propias creencias sobre la realidad y con su participación abrir la brecha que México debe re-transitar de la tribu a la nación plural. La opción será puntual: continuidad o ruptura, esa es la disyuntiva ética.