La agricultura mexicana en los últimos tiempos se ha visto en aprietos para ofrecer los alimentos suficientes y nutritivos que exige una población en constante crecimiento. Ya se habla de 130 millones de habitantes a los que hay que alimentar tres veces al día con raciones adecuadas a las diferentes edades de los consumidores y con dietas balanceadas en cantidad y calidad. Así, cada vez más, México depende de las importaciones de granos básicos, oleaginosas, carne de diferentes especies, leche y productos de la pesca.
Para mantener una oferta permanente de alimentos, es necesario que el gobierno de la República considere a los productores del campo como socios corresponsables en la tarea de alimentar a la población en su conjunto. No es una obligación sólo de los agricultores y campesinos trabajar para hacer producir la tierra y que, por añadidura, el fruto de su esfuerzo tenga “un precio de garantía”, impuesto por el propio gobierno –muchas veces por debajo de los costos de producción—o sean víctimas de los ‘coyotes’ e intermediarios a la hora de la comercialización.
El campo mexicano está urgido de programas de apoyo productivo; es imperativo que la productividad sea la principal fuente de ingresos y no buscar de última hora “un precio para no perder” o por debajo del costo de producción. El ingreso debe ser justo y suficiente para recuperar las inversiones de corto y mediano plazo, y obtener una justa utilidad. Y también que cada productor cuente con un seguro, cuyo valor sea compartido con el gobierno para hacer frente a las deudas y a siniestros.
Con respecto a las inversiones para impulsar las actividades del campo, se requiere que el gobierno “no se haga pato” y canalice inversiones de largo aliento que permitan realmente transformar al sector rural, con una orientación hacia la productividad. Un ejemplo de esta sugerencia es lo que ocurre con el cultivo de maíz en Sinaloa y Oaxaca o Puebla.
En el noroeste los productores de este grano obtienen promedios de 10 o más toneladas por hectárea que, al precio hipotético de 4,600 pesos la tonelada, obtienen un ingreso bruto de 46,000 pesos por unidad de superficie. En cambio, en Oaxaca y Puebla un productor de maíz obtiene en promedio 2.5 toneladas por hectárea en condiciones de temporal.
Su ingreso esperado, sin siniestros, alcanzaría 11,500 pesos por hectárea, equivalente a menos de una tercera parte de lo que obtiene un productor sinaloense.
Es cierto que la diferencia aparente está en el uso del riego, y la eventualidad de las lluvias entre Sinaloa y los estados de Oaxaca y Puebla. Qué bueno que los productores sinaloenses fueron apoyados con grandes inversiones fiscales y que obtienen ese ingreso por productividad. Eso estuvo muy bien, pero consideramos que debería haber mayor impulso de precios diferenciales en las entidades donde las precipitaciones son erráticas, y aumentar de manera conveniente precios para apoyo de los desprotegidos, vigilando, obviamente, que no haya “turismo de granos”.
En estas entidades y en muchas otras, el dominio y ampliación de las tecnologías debería multiplicarse; no lo contrario. (Ha sido un craso error en este gobierno, quitar los servicios técnicos, el extensionismo, capacitación y la investigación agrícola, mientras que las agrupaciones de profesionales de la agronomía y de los científicos de la agricultura, se han quedado callados).
Sin transferencia de tecnologías, imposible que los pequeños y medianos productores de maíz –que son los que mayor cantidad de este grano básico aportan para el consumo nacional—por ejemplo, puedan utilizar fertilizantes apropiados, semillas certificadas, mejoradas, manejo de suelos, control de plagas y enfermedades, bodegas de conservación de granos y, sobre todo, evitar el deterioro del medio ambiente y la desertización, que ya abarca más de la mitad del territorio nacional (100 millones de hectáreas).
Proponemos que se organice un esfuerzo nacional, para recuperar esas más de 100 millones de hectáreas que han disminuido su productividad por la pérdida del suelo. O para recuperar de la contaminación y deterioro las 58 cuencas hidrológicas que han perdido su calidad por descargas de elementos nocivos para la salud.