Ejercer el poder con inclinaciones autocráticas supone la cancelación de la ruta democrática. La autocracia no genera hechos democráticos, aunque se hable en nombre de la democracia.
A cuatro años del gobierno en ejercicio no debe sorprender el empoderamiento de las fuerzas armadas como soporte político del habitante del palacio nacional. La tendencia a concentrar presupuesto y poder en la presidencia en aras de una ideología que se asume como el fin evolutivo de las ideologías es su piedra angular. Entre otras cosas justifica la militarización como el punto de llegada de todo lo bueno y todo lo históricamente glorificado. Objetar, desde afuera, dicha premisa supone un acto de herejía contra la verdad proclamada.
Y en este enredo han quedado atados cientos o miles de viejos y nuevos izquierdistas que en el pasado asumieron el antimilitarismo como postulado esencial para la construcción de una república democrática fincada en la fortaleza de la participación cívica. Tienen ahora la nada honorable tarea de buscar con denuedo argumentos para justificar la acción de un gobierno que siguen creyendo aún los representa.
El empoderamiento de los militares desoye la experiencia de los regímenes posrevolucionarios que evolucionaron acotando ese poder y ampliando el de los civiles; desoye también la experiencia de los gobiernos liberales del siglo XIX que se decantaron por lo civil y trataron de amarrar las manos al poder de los cuarteles.
Creer el argumento de que el ejército es pueblo armado, sin más, es profundamente ingenuo. Nuestras fuerzas armadas hace mucho tiempo son una institución altamente especializada; son también una corporación en donde está en permanente latencia la aspiración política de sus élites, que hasta ahora habían encontrado un límite en la Constitución y en la vocación civil de los gobiernos. Y tienen su historia, no necesariamente piadosa, en la que 1968 es más que un episodio circunstancial.
La entrega de una gran cantidad de funciones civiles a las fuerzas armadas y de recursos económicos en masivas cantidades —con un crecimiento mayor que lo asignado a la educación pública, a las universidades, a la cultura y a la ciencia—, ha fortalecido el músculo político de los coroneles. Es tal el avance de esta tendencia que avanzamos con rapidez a la constitución de un gobierno estratoscrático en donde el poder militar representa un creciente peso en la toma de decisiones políticas y administrativas del gobierno.
El paulatino abandono de la vía civilista de la república no ha precisado una reforma constitucional, se está haciendo de facto a partir de una concesión interesada del ejecutivo federal. Nadie puede ser tan cándido como para creer que dicha concesión no tiene implicaciones políticas para el presente y futuro del equilibrio de fuerzas en las que se había soportado nuestra vida democrática.
El golpeteo sistemático a los movimientos cívicos, el arrasamiento de los organismos autónomos, el ataque y debilitamiento a la separación de poderes contrasta de manera alarmante con el fortalecimiento desmedido a las fuerzas armadas.
No son los medios representativos de la democracia los que se han fortalecido, como podría esperarse de un gobierno que prometió consolidarla. En este sentido hay una regresión que niega las conquistas democráticas que se habían venido construyendo desde 1988.
Los usos políticos que se le están dando a las fuerzas armadas, como medio evidente para respaldar la ideología de un partido, más allá del deber constitucional que estas tienen asignado, ya despuntó con declaración de los titulares de Sedena y Semar y pueden, si no se modifica el criterio, convertirse en operadoras precisas para contener a las oposiciones ante la crisis que se asoma en el país como resultado del ejercicio de un gobierno con magros resultados y proclive a los lances autocráticos.
En los hechos tenemos ya un gobierno estratocrático, en donde comienzan a dominar los intereses militares a costa del debilitamiento de las instituciones democráticas de la república. Las consecuencias, con seguridad, no habrán de ser graciosas, todo lo contrario.
La restauración de los contrapesos, esenciales a nuestra democracia, son impostergables si queremos que la república camine por el sano camino de las alternancias, la pluralidad, la construcción de consensos y la gobernabilidad a partir de la inclusión de la diversidad. Dicha restauración pasa obligadamente por el retorno de los militares a sus cuarteles y a su funcionalidad dentro del marco constitucional.
Antes que estratocracia o cualquier poder de élites, México necesita una democracia consolidada con una ciudadanía fortalecida. Es decir, necesitamos una república cívica, nunca militar.