El poder es un poso sin fondo para la humana pasión del ego. Hasta los buenos que han sido tocados por él han terminado claudicando a las creencias que un día compartieron con su comunidad.
La atracción que ejerce la idea del dominio sobre los demás no distingue ideologías, lo mismo se mete en la piel de centristas, derechistas que, de izquierdistas, cristianos o musulmanes, ilustrados o rupestres. La historia humana está llena de estos ejemplos en todos los continentes y naciones.
Sustituimos las monarquías por las repúblicas, el gobierno de las iglesias por la laicidad de los estados. Todos han sido esfuerzos por acotar el poder de quienes, por necesidad de la representación, deben ejercer el gobierno. Y cuando han fallado los mecanismos de acotamiento han hecho su presencia las revueltas sociales.
El poder no es un ente ingenuo. Una vez que se pone en marcha su limite lo marca la pulsión por la totalidad, la autodestrucción o el equilibrio transitorio de poderes. La tensión imprescindible entre gobernantes y gobernados nace de la urgencia de poner diques a quienes se les ha entregado el poder.
La utopía de la república democrática consiste en que esas relaciones se regulen con base en el estado de derecho y en la distribución del poder en las tres entidades clásicas, ejecutivo, legislativo y judicial. Pero, además, esta utopía establece la prevalencia del gobierno de las leyes y las instituciones por encima del gobierno de las personas.
Un régimen democrático tiene como esencia el reconocimiento de la diversidad, la pluralidad y la coexistencia productiva con los otros. Es ajeno a la unilateralidad a la exclusión y a la aniquilación del otro. Tiene como mecanismos de legitimación el dialogo, el consenso, el respeto y la alternancia en el ejercicio del poder.
Durante el siglo XX y en lo que va del XXI México ha caminado entre el optimismo y la tragedia buscando el equilibrio que permita que el poder otorgado al gobernante no sea tal que arruine la aspiración y la creencia de los otros y que actúe en función del bien común, de todos los mexicanos.
Ha sido un empeño con avances, estancamientos y retrocesos. Nuestra historia no ha sido lineal, como no lo es ninguna. Lo cierto es que han sido menos los tiempos de equilibrios y mesuras que las épocas de autoritarismos y de autócratas.
México ha vivido más bajo el puño del autoritarismo que bajo la mesura de gobiernos democráticos. La incipiente democracia que la ciudadanía impulso desde la década de los años ochenta del siglo pasado ha terminado en más encallamientos que en puertos seguros.
Resultado de grandes esfuerzos logró la alternancia, la autonomía de instituciones y modestos avances en el equilibrio de poderes. Sin embargo, han sido avances que han tratado de ser debilitados por el poder central que ha visto con disgusto la socialización de un poder que quisiera en absoluto para sí.
Veníamos mal con los gobiernos previos. Los ánimos autocráticos que yacen bajo los ropajes del presidencialismo mexicano y que han sido origen de crisis políticas recurrentes, emergen siempre en las personalidades delirantes de quienes se asumen no como presidentes de una república democrática sino como monarcas de un imperio de cacicazgos, como encarnaciones de la verdad única y como sujetos de culto y adoración.
La mayoría de los mexicanos creyó que en 2018 al fin se había recuperado la linealidad y progresividad de la historia; que la maldad, la corrupción, la ineficiencia, la frivolidad, la ignorancia, el autoritarismo, el militarismo, el engaño, el despilfarro, la imposición, el gobierno de un solo hombre, se habían ido para siempre. Que hacia adelante solo quedaba la felicidad, el progreso, la seguridad y la democracia.
La realidad real, no la construida como realidad alterna a través de la propaganda, es otra. La corrupción continua rampante, mírese a través de la ventana de Segalmex; la ineficacia se ha agudizado, véase el crecimiento de la pobreza en millones; la inseguridad sigue siendo catastrófica, la estrategia de “abrazos y no balazos” es un insulto para decenas de miles tocados por una delincuencia mimada desde el poder; el rezago en salud es tal que de ello da cuenta la destrucción del Seguro Popular y ahora el Insabi, y un generoso etcétera.
Y la cereza del pastel, el apuntalamiento del autoritarismo presidencial, que hace palidecer al militarismo de Victoriano Huerta o al de Gustavo Días Ordaz, las ínfulas monárquicas de Luis Echeverría, la frivolidad de López Portillo o al despilfarro de Enrique Peña.
El autoritarismo exacerbado del poder presidencia ha llegado a un punto en extremo riesgoso para la gobernabilidad del país: la apuesta por el Maximato, justificado en un discurso hiper ideologizado de lo público y lo privado. Y tiene altas probabilidades de que lo logre porque tenemos una oposición partidaria debilitada por sus propios pecados y una ciudadanía, que, aunque fuerte, aún no ha podido construir un poder activo permanente que le plante cara.
Cierto es que la democracia en América Latina está en repliegue y que su calificación, como en México, es pobre. Pero, llevar el autoritarismo hasta el extremo del Maximato con el apoyo de las fuerzas armadas, es llevar las cosas demasiado lejos.
En palacio nacional deben tener claro que la ruta les puede llevar al éxito con la aprobación de una población mayoritariamente complaciente y apostándole a “corcholatas” que nunca serán como Lázaro Cárdenas del Río que se dio la vuelta para aniquilar el Maximato que lo llevó al poder; o bien desatar la ingobernabilidad generalizada. Una eventualidad bien conocida en la trágica historia de México.
Se dice que Emiliano Zapata en los umbrales de palacio nacional le pidió a Eufemio, su hermano, que buscara la silla presidencial y la quemara porque todo el que se sentaba en ella se corrompía. No se tiene certeza de la anécdota, pero ejemplifica con crudeza el simbolismo autoritario que encierra el poder presidencial.