Poder y crítica

El poder es como un Frankenstein, una construcción humana que para edificarlo se ponen en juego astucias, saberes, perversiones, se mueven energías y acciones buenas y malas. Y se cree que cuando ese Frankenstein está construido hará cosas buenas, sin embargo, solo espera las ordenes de su amo, ya desbordado de codicia, para actuar en función de los más insospechados intereses íntimos que fluyen desde los sótanos de su mente.

Pero mientras el hombre diseña y construye su poder, su Frankenstein, para allegarse recursos promete a sus financiadores la actuación protectora y benéfica del ser que está a punto de tener vida propia.

Aunque siempre ocurre que cuando al fin el poder se ha puesto en pie y ejerce su vitalidad, que es la de solazarse con la subordinación de los otros, el Frankenstein no sólo se comporta con autonomía propia, sino que envuelve con su hechizo al constructor y le desvía del camino idealizado que prometió a sus socios para convertirlo en esclavo del poder por el poder mismo. Entonces va contra sus socios porque la ambición le indica que no debe compartir el poder con nadie más que no sea él mismo.

La historia de la humanidad ha ilustrado una y otra vez que el poder no tiene límites si no hay quien o quienes frenen tales delirios, incluso ha constatado que el poder ejercido en nombre de dios (de cualquier religión) tampoco tiene freno y puede convertir en pesadilla la vida de cualquier sociedad.

Todos los ciudadanos deberíamos ser educados desde la escuela en reconocer y estar advertidos de las pulsiones ególatras del poder, y también deberíamos ser capacitados con eficacia en métodos de acción para identificar y contrarrestar la metástasis de poder que sufre una persona, un grupo, o una ideología, pues nos llevará a la crisis.

Ahí donde el poder no está justamente distribuido en la sociedad es porque está en marcha un proceso para concentrarlo en favor de una persona o un grupo.

El poder es como una atmósfera intangible que todos respiramos, constituida de cientos de relaciones entre personas, instituciones y creencias que invitamos a habitar en nuestra cabeza y desde las cuales se dictan las normas de subordinación, sometimiento, normalización y aceptación, incluso del terror y de la muerte.

Detrás de cada sistema de poder establecido hay algo y alguien que logra un alto beneficio. Y este axioma aplica para los regímenes y condiciones de todos los colores. Nunca será verdad la narrativa de que cuando los “buenos” se hagan del poder solo habrá bondad y encarnación de las mejores virtudes. De hecho, cuando esta narrativa aparece solo anuncia el ejercicio del poder absoluto.

La crítica y la participación cívica son el principal remedio para enfriar los delirios de los constructores de Frankensteins que llegan a creerse el cuento ꟷsu cuentoꟷ, de que usarán su monstruo para redimir, cuando lo cierto es que su pretensión es la de todo poder: someter.

Mucha razón ha tenido Nietzsche cuando afirma que “aquel que lucha contra monstruos debería cuidarse de no convertirse en monstruo durante el proceso”, es decir, al arrebatarle al monstruo su poder, el retador termina vistiendo la carne y los ropajes del monstruo. Esa es la dinámica de todo poder.

Por ello las sociedades democráticas si no quieren sucumbir al Frankenstein que las habita deben establecer y consolidar todas las leyes e instituciones necesarias para regular y distribuir el poder entre la mayor parte de su sociedad civil. Este es el freno efectivo para todas las locuras derechistas, izquierdistas, centristas, populistas, en fin, todas las “istas”, que desde que nacen ya están armando su propio modelo para primero tomar una pequeña tajada de poder y luego devorar todo el que se les permita, siempre mirando al infinito.

La crítica y el poder siempre han tenido y seguirán teniendo una relación tormentosa, salpicada de amenazas, exilio, cárcel y muerte. La razón es obvia, el poder busca lo absoluto, la crítica desmonta esa pretensión y busca colocar al poder en su condición terrena de relatividad, temporalidad y falibilidad. Sus naturalezas tienden a ser opuestas, sólo los estadistas alcanzan a comprender, sin embargo, el valor deconstructivo y propositivo de sus razones. Lamentablemente no vivimos tiempos de estadistas.

Cuando la crítica se incorpora al poder deja de ser crítica. En esencia toda crítica, en sentido estricto, no es conservadora porque justo cuestiona lo existente. No hay nada más conservador que alabar lo que hace el poder establecido, aunque este reivindique la encarnación divina.

Para que sea, la crítica de hoy debe seguir siéndolo cuando cambien los protagonistas del poder. El poder y la crítica son entes que jamás habitarán el mismo lecho. Y todo ello es bueno, bueno para quienes creemos en la democracia.