No quise creerlo. Me lo dijeron: es una extensión enorme, cerro tras cerro, barranca tras barranca, hasta juntar dos mil quinientas hectáreas. ¿Dos mil quinientas hectáreas carbonizadas? Debía haber un error, creí.
Para llegar hasta el Cerro de la Laja y ser testigo de la devastación debes salir temprano de Villa Madero y por más de tres horas recorrer no menos de 60 kilómetros. Llegaron pronto ―nos alentaron― porque la brecha ha sido mejorada por el municipio, y también por ello las brigadas pudieron arribar y ser abastecidas.
Es el incendio forestal no intencionado más grande ocurrido en los últimos años. Este 2023 ha sido un año funesto para los bosques de Madero. En la Barranca del Arco se quemaron mil novecientas, en el Cerro Verde cuatrocientas y en el Cerro del Moral ciento ochenta. Más de cinco mil hectáreas perdidas.
La Sierra de Balcones, al oriente de Madero, que es en donde se ubica el Cerro de la Laja, tiene una topografía quebrada en extremo, con pendientes casi verticales y honduras profundas que dificultan el control del fuego. Un brigadista cayó por una de esas pendientes ocasionándose una fracturas craneal, por suerte sobrevivió.
Cuando una tragedia ambiental, como la del Cerro de la Laja, ocurre tan lejos de los ojos de las personas, es como si no ocurriera. ¿Quién sabría que decenas de mamíferos, venados, pécaris, tejones, quedaron atrapados en las llamas y perecieron? ¿Quién sabría que las infiltraciones de agua se evaporaron y por los riachuelos ahora escurre ceniza? Si no hay ojos que miren, nada ha pasado.
En toda esta región, de El Ahijadero hasta Sierra Balcones, las personas viven de trabajar los montes. Los espacios para cultivar maíz son escasos y muy reducidos. La ganadería es de patio casero, alguna vacas y chivas. La pérdida de dos mil quinientas hectáreas es una tragedia ambiental, económica y social. Los impactos son ya notables.
Decenas de familias que trabajaban en los pinares del Cerro de la Laja ―nos han dicho― tendrán que emigrar. De las casas de los pobladores que habitaban el monte solo quedan, pintados en la tierra, los rectángulos de ceniza de sus paredes de madera. Los colores vivos de ollas, cacerolas y cucharas, esparcidos por el suelo dan cuenta de cuál era la cocina. En lo que fue una casa, nada más quedó el pequeño corral en donde encerraban las mulas en que transportaban las barricas de resina.
Todavía no terminamos de llorar la desgracia, nos han dicho. Ya nos quedamos sin pinos para trabajar, las cargas de resina que teníamos almacenadas y que valían algunos miles, y que nos podrían ayudar a sobrevivir, también se las llevó la lumbre. Y sí, por el suelo, cerca de las ruinas de las casas, se miran extensos manchones de los aceites resinosos que se quemaron.
Acá los niños aprenden a trabajar desde los 12 años. Saben qué diámetro debe tener un pino para resinarlo; en sus conversaciones hablan de hachas para raspar y presumen sus técnicas para afilarlas porque, dicen, todo depende del filo; usan con destreza la desbarrasadora para recuperar la trementina reseca; saben cuántas caras aguanta un árbol y les preocupan los inmensos manchones de pinos plagados que reduce sus ingresos. A pesar del peso de los botes colectores caminan con ellos entre las empinadas cuestas; los pinos, reconocen, les dan de comer.
La marginalidad de las familias monteras del oriente de Madero se compone de lejanía de los centros urbanos y de sus beneficios, escasa escolaridad, servicios médicos insuficientes, comunicaciones lentas y costosas en los mínimos puntos en los que hay cobertura, ingresos escasos e inestables por la variación del precio de la resina. Si el trabajador acuerda ir en tercios, su tercio se lo pagan a 13 pesos el kilo, cinco menos que el precio estándar actual.
Las dos mil quinientas hectáreas que se quemaron entre el primero y el cinco de junio empobrecerá más a los serranos de Sierra de Balcones e impactará, junto con las pérdidas en la Barranca del Arco, Cerro Verde y el Cerro del Moral, la economía de todo Madero.
Las lluvias que están en puerta generarán renovales, como suele ocurrir, pero los nuevos árboles tardarán entre 25 y 30 años para que puedan ser productivos. Desafortunadamente, hasta ahora, no hay ninguna intervención gubernamental para atender las necesidades de vivienda de los afectados, de empleo y de víveres para quienes todo lo perdieron.
Michoacán tiene una deuda con los trabajadores del monte. No puede ser que siendo Michoacán el productor del 94 % de la resina de todo el país, sigan en el abandono. No puede ser que siendo ellos un baluarte para la defensa de los bosques sigan aún olvidados y destinados, como ahora, a esperar a que la serranía de cenizas se restaure de aquí a 25 años.