El discurso sobre la importancia que tienen los bosques y las aguas para todo tipo vida no tiene objeciones. Lo mismo se les reconoce en el ámbito de los actores políticos que en el de los educadores o en el del comercio y la industria.
Digamos que el discurso tiene una aceptación casi universal, es ejemplo de la corrección cívica, política y cultural. Difícilmente encontraríamos un segmento social dispuesto a conceder, de palabra, que los bosques y las aguas deban ser arrasados, contaminados, desaparecidos.
Sin embargo, como en otras esferas de la vida pública, existe una especie de esquizofrenia, de disociación, entre el discurso y la realidad. Es aún más lamentable que esta disociación haya sido normalizada desde el poder político y económico, y tenida como realidad aceptable y reproducible.
La estrategia del poder, sustentada en la disociación esquizofrénica de la realidad, ha funcionado de manera exitosa para permitir el paso desbocado de fuerzas económicas que han tomado a los bosques y a las aguas como rehenes de sus ambiciones de riqueza, que disfrazan con las narrativas del crecimiento económico, el progreso y la prosperidad.
Eso explica la omisión y también complicidad de las instituciones gubernamentales para que ordinariamente se viole la ley y frente a sus ojos se escenifique una orgía ecocida, motor de grandes fortunas en los sectores agrícola, minero y comercial. Fortunas con orígenes que contradicen la corrección política y ética.
La aceptación social pasiva y gubernamental del fenómeno del ecocidio permanente que vive México, y Michoacán en lo particular, es coincidente con otro fenómeno sobrecogedor y repugnante: la criminalidad desbordada. Ambos fenómenos, en sentido estricto ―los datos de uno y otro son elocuentes― le están haciendo un tremendo daño a México y sin embargo los añejos discursos del poder han logrado que se vea como normal que a diario se asesine por el crimen a más de 93 personas o se devasten cada minuto en Michoacán siete hectáreas de bosque, o que las reservas inmediatas de agua de nuestro Estado estén privatizadas en más de 40 mil hoyas en huertas aguacateras.
Comparten, también, ambos fenómenos una concesión singular de las instituciones gubernamentales, el trato benevolente de abrazos y estímulos, antes que la aplicación sin más de la ley.
Este torcimiento de los medios jurídicos que alimenta la impunidad, como consecuencia de la distorsión de la perspectiva ética, es un refuerzo poderoso para la normalización social que termina glorificando al ecocidio y al crimen como se puede identificar en expresiones culturales muy aceptables socialmente.
Es una moda económica aceptable y encomiable, respetuosa, invertir cualquier capital en una huerta aguacatera instalada en bosques quemados como es loable a través de corridos y vestimentas, la actuación de jóvenes en el crimen.
Hace mucho tiempo que los límites para el ecocidio y la criminalidad fueron rebasados, lo que hoy tenemos es un constante refuerzo y consolidación de esa ruptura de acotamientos. Esta perspectiva, desafortunadamente, no figura en la agenda de los gobiernos, ni siquiera es tocada con el pétalo de una rosa.
Los peligros de esta dinámica se identifican ya no a través de una especulación futurista, basta enfocar la mirada crítica en nuestra realidad. Así como se apilan los cuerpos acribillados en las morgues y se amplía el dolor por las desapariciones también se despliegan ante nuestros ojos los inmensos territorios despojados de bosques y se acumula el número de pueblos carentes de agua y condenados al empobrecimiento y a la migración.
Desde hace algún tiempo se han venido consolidando otros poderes fácticos que han tomado en sus manos una parte importante del destino de la nación: el fabuloso poder de los ecocidas, aguacateros ilegales, mineros, desarrolladores, y el del crimen organizado. Ambos forman una pinza fatal que suelen coincidir en los territorios con alianzas pragmáticas, económicas, a la que se suma un tercer factor: la corrupción sistémica en las instituciones.
El retorno a los acotamientos jurídicos debe suponer el rompimiento con los discursos normalizadores y con la tolerancia a la disfuncionalidad gubernamental; esa es la condición evidente para recuperar la gobernabilidad perdida.
Los límites deben ser restablecidos, la ruta contraria ya lo sabemos y lo vemos es la profundización del caos y la descomposición social. Esta es la agenda viva que necesariamente deberemos discutir públicamente en este año. Si esta agenda no llega con quienes gobernarán la putrefacción continuará.