A cazar ambientalistas

En los últimos meses han arreciado los ataques en contra de los defensores de los bosques y aguas de los pueblos michoacanos. El martes 21 de febrero fue asesinado el líder comunal de Sicuicho Alfredo Cisneros Madrigal; en noviembre del pasado año en Villa Madero se frustró el intento de levantón o asesinato de Javier Gómez integrante de los comités de defensa ambiental de Madero; y, en diciembre de 2021 fue levantado y golpeado Guillermo Saucedo Gamiño, también miembro de los comités de defensa de Madero.

Las amenazas a los defensores de la naturaleza han cobrado preocupante normalidad. La denuncia de talas ilegales, cambio de uso de suelo, apropiación ilegal de agua, expansión aguacatera ilegal o cacería furtiva, se ha convertido en un riesgo para la libertad y el derecho a la vida de quienes solemos hacer tales denuncias.

El incremento de los actos criminales contra defensores ambientales va de la mano con la omisión e impunidad por parte de las instituciones gubernamentales correspondientes. Por ejemplo, hasta la fecha, no hay un solo procesado por los atentados contra la libertad y la vida de   Javier y Guillermo.

Más preocupante aún, que desde la autoridad se propicie la versión perversa―para justificar la inacción― de que “son cosas del crimen organizado”, criminalizando a las víctimas y abandonando los casos como concesión para evitar vincularlos con la delincuencia.

Atentar contra los defensores ambientales es la moda actual consentida entre quienes se dedican al ecocidio en Michoacán. Un negocio que deja miles de millones de pesos para quienes se dedican a ello. La magnitud de ese negocio tiene que ver con casi la mitad de la producción aguacatera de nuestro estado y el 60 % de la madera ilegal comercializada.

La relación entre ecocidas que talan ilegalmente, que realizan cambio de uso de suelo para plantar aguacate, que trafican con volúmenes escandalosos de madera, que se apropian abusivamente de las aguas serranas, con la delincuencia es frecuente y muy visible en las zonas donde operan.

Unos a otros se necesitan. El crimen organizado para asegurar una mayor cuota de extorsión-protección por proteger las prácticas ecocidas, generando terror entre las poblaciones y callando voces de inconformidad. Los “empresarios” para asegurar el éxito de sus negocios: por ejemplo, asegurando con ese respaldo que sus cambios de uso de suelo transiten los años suficientes hasta que adquieran normalidad en el paisaje local, o escoltando los camiones de madera ilegal hasta los destinos seguros.

El otro factor que le da funcionalidad a este esquema de impunidad y vulneración de la seguridad de los defensores ambientales es la rampante corrupción de algunos servidores públicos que operan en campo, quienes se coaligan con “empresarios” y delincuentes para dejarlos hacer y dejarlos pasar para que consoliden sus negocios.

La impunidad es un gancho al hígado a la seguridad de los defensores ambientales. Sus voces resultan un clamor en el desierto que es ignorado y hasta satanizado. Para ellos no hay justicia. Y sus casos son tomados para construir, desde la penumbra, una narrativa de la pedagogía del criminal ecocida, es decir, si sus denuncias no son escuchadas los delincuentes asumen que tienen permiso para atentar contra sus libertades y sus vidas.

Que hasta ahora no exista un programa o protocolo especial para proteger los derechos humanos de los ambientalistas michoacanos ―que es obvio que están en riesgo―, es una prueba clara de ello. Por eso no ha habido justicia en el levantón de Guillermo Saucedo Gamiño, en el intento de homicidio o levantón de Javier Gómez; por eso el caso del dirigente comunal de Sicuicho ha sido silenciado y hasta ahora no se han presentado avances.

Como pintan las cosas veremos que al paso del tiempo los casos se ahogarán en la impunidad. Y también veremos las consecuencias: el incremento de atentados y amenazas en contra de los defensores ambientales.

La seguridad de los defensores de bosques y aguas es un tema delicado en una entidad en donde el poder económico de los ecocidas ha rebasado al estado de derecho y a las instituciones. Cada voz ciudadana que hoy se alza para denunciar los delitos ambientales corre el riesgo de perder la libertad o la vida.

El deber del gobierno y del Estado es protegerles. Si el gobierno menosprecia la denuncia ambiental entonces empodera a los victimarios. A los gobernantes lo anterior debería quedarles bien claro a la hora de deslindar responsabilidades derivadas de la violencia creciente contra los defensores ambientales. La pasividad contra los criminales es complicidad.